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¿Existe el progreso moral?

Extraído del séptimo y último capítulo de las Siete cuestiones sobre la Ley Natural [https://ensayoshumanidades.wordpress.com/2022/08/07/cuestiones-ley-natural/]

Podría considerarse omisible esta última cuestión, por no ser algo que en apariencia deba afectar a la idea de ley natural que, al fin y al cabo, es la temática de este ensayo. En realidad considero que este es un apartado más que simplemente tangencial y, aunque cualquiera pueda deducir el por qué, no está de más recalcarlo. La esencia del asunto es que la ley natural es universal, y que la idea del progreso moral, tal y como típicamente se presenta, da problemas a esta idea. Una visión compatible con la presente es aquella que entiende que hay progreso moral conforme la sociedad logra, a través de examen del tiempo, acercarse más a la esencia objetiva de la ley natural. Aunque estoy parcialmente de acuerdo con este razonamiento, necesita explicar cómo es posible que ahora sepamos por arte de birlibirloque lo que es correcto mejor que nuestros antepasados, como si la ciencia de lo normativo avanzara a la par de la técnica. La otra forma de presentarlo es del todo contradictoria, pero es la más común: ocurre que en los días de ayer existían ciertas ideas que se consideraban buenas, pero hoy esas ideas han cambiado, y mañana volverán a transformarse. Lo paradójico de la cuestión es que, aunque se sirve de esto para justificar ciertas tropelías de los antepasados sin esforzarse demasiado en ver hasta qué punto son justificables en cada caso, de alguna forma obliga a los contemporáneos de una generación concreta a abrazar las ideas de moda. Pero, si las distintas percepciones no son mejores ni peores, ¿dónde está el progreso? ¿Y por qué habríamos de abrazar las nuevas si no son mejores? No será porque lo nuevo es per sé mejor que lo anterior, porque esta es una premisa tan absurda que no merece refutación. Y si, entonces, las distintas percepciones pueden compararse, y ocurre que casualmente la propia de nuestro lugar y tiempo es la mejor, entonces estamos ante la situación antes descrita, a saber, explicar por qué resulta que el hombre de hoy es el más ilustre en la materia de toda la historia de la humanidad.

Intentar deshacer este embrollo que no lleva a ninguna parte, salvo quizás a ciertos ensayos de lo más sutiles e inútiles, es lo que se va a hacer a continuación. Para ello he considerado que hay que dividir los cambios en las cuestiones morales o normativas en tres, a saber: cambios racionales, sustanciales y circunstanciales.

Lo primero que trataré serán las circunstancias, por ser el hilo más sencillo del que tirar y limpiar el camino a las siguientes formas. En esto nos pueden ilustrar Benjamin Constant y Durkheim:

Los antiguos, como dice Condorcet —escribe Constant—, no tenían noción alguna de los derechos individuales. Los hombres simplemente eran, por así decirlo, máquinas cuyos resortes y engranajes eran regulados y dirigidos por la ley. Y el mismo sometimiento caracterizó a los bellos siglos de la República romana; era como si el individuo estuviera extraviado en la nación, y el ciudadano, en la ciudadRemontémonos ahora a la fuente de esta diferencia esencial entre los antiguos y nosotros.

Todas las repúblicas antiguas estaban encerradas en límites estrechos. La más poblada, la más poderosa, la más grande entre ellas no igualaban extensión al más pequeño de los Estados modernos. Como consecuencia inevitable de la poca extensión de estas repúblicas, su espíritu era belicoso, de modo que cada pueblo ofendía continuamente a sus vecinos o era ofendido por ellos. Empujados así por la necesidad, los unos contra los otros, se combatían o amenazaban sin cesar[…]

El Mundo moderno —sigue— nos ofrece un espectáculo completamente opuesto. Los Estados más pequeños de nuestros días son incomparablemente más vastos de lo que fueron Esparta o Roma durante cinco siglos. La división misma de Europa en varios Estados es, gracias al progreso de las luces, más aparente que real. Mientras que en otro tiempo cada pueblo formaba una familia aislada, enemiga ancestral de las otras familias, hoy existe una masa de hombres bajo distintos nombres y modos de organización social, pero homogénea en su naturaleza. Esa masa es lo suficientemente fuerte como para no tener que sentir temor de las hordas bárbaras. Y está suficientemente ilustrada, de modo que la guerra le supone una carga. Tiende de modo uniforme a la paz. Esta diferencia conlleva otra. La guerra es anterior al comercio, puesto que la guerra y el comercio no son sino dos medios distintos para alcanzar el mismo objetivo: obtener lo que se desea.

La tesis de Durkheim es bastante complementaria a lo anterior:

Si el individuo no es distinto del grupo, es que la conciencia individual apenas es distinta de la conciencia colectiva. Spencer, y otros sociólogos con él, parecen haber interpretado estos hechos lejanos con ideas completamente modernas. El sentimiento, tan pronunciado actualmente, que cada uno de nosotros tiene de su individualidad les ha hecho creer que los derechos personales no podían ser restringidos hasta ese límite sino mediante una organización coercitiva. Hasta tal punto lo consideraban así, que les ha parecido que el hombre no podía haber realizado el abandono por su voluntad. De hecho, si en las sociedades inferiores se deja un lugar tan pequeño para la personalidad individual, no se debe a que haya estado comprimida o se la haya rechazado artificialmente, sino tan solo a que en ese momento de la historia no existía.

Esta es la explicación que podríamos llamar materialista, por ser la que basa el cambio en la transformación de las circunstancias materiales del lugar. El problema con esta explicación es tratar de usarla para todo, como un dogma obligado para sostener ciertas cuestiones metafísicas de las que depende la cosmovisión del pensador. Pero el rechazo a esta pretensión no debe implicar que nos neguemos a cualquier materia en la que pueda ser de ayuda. Por tanto, aunque sepamos que es insuficiente la explicación material para entender el paso de las viejas sociedades a las moderas, lo tomaremos por bastante.

Lo que me interesa de aquí es que existen grandes cambios normativos que no responden sino a grandes cambios en las circunstancias de un individuo o, sobre todo, una comunidad concreta. Que si ahora la guerra nos resulta inmoral es porque, salvo en casos de defensa (a veces incluso ni eso), es innecesaria. Pero esto no nos hace superiores moralmente al hombre de antaño, porque este glorificaba la guerra como una forma de afrontar su participación inevitable en ella, porque era una cuestión de supervivencia de la comunidad. De lo único que podríamos jactarnos es de no necesitar la guerra, pero, como la razón de esto es precisamente que hemos heredado unas ventajas materiales que podemos remontar hasta las sociedades antiguas, no somos más que simples afortunados al respecto. Una posible excepción sería considerar que el hombre de ayer también glorificaba y justificaba guerras del todo innecesarias, pero es perfectamente posible que esto no fuera más que un ejercicio de la costumbre. Como la mayoría de sus guerras fueron justificables, pasa a justificarlas todas por pura simplificación, para evitar analizar si las características esenciales de las guerras defendibles se repetían en el siguiente caso. Sólo se le puede acusar de apatía a la verdad, como ocurrirá con el hombre moderno que, por pensar (digamos que acertadamente) que la mayoría de mendigos se gastan las limosnas en vanidades, se niegue a ayudar a un hombre honrado. Esto no implica que sea un desalmado, o un egoísta; sólo implica que ha juzgado mal a ese hombre por no tomarse el esfuerzo en averiguar la realidad. Pero la apatía por la verdad es un vicio del hombre universal, y desde luego que el mundo moderno no ha hecho demasiado al respecto.

Voy a dar por concluida esta cuestión, que es más bien un añadido para evitar matizaciones quisquillosas, y es lo bastante intuitivo para haberse explicado por sí mismo sin más rodeos. Ahora vamos a ver en conjunto los cambios sustanciales y los racionales:

El primero de estos cambios lo entiendo como una transformación en las preferencias y los principios mismos de la moral, que no vienen de la mano de la razón sino que se adoptan por inercia o en virtud de las propias preferencias de la persona. Si una sociedad prefiere alcanzar mayores cotas de igualdad en detrimento de la libertad individual de sus miembros, esa tal preferencia nueva, que puede haber surgido por las causas más variopintas, implica, para poder ser perseguida, una reconfiguración de los estándares morales que se le han de adaptar (lo que antes estaba bien en nombre de la libertad, ahora está mal en nombre de la igualdad). Este tipo de cambio puede afectar al nivel en el que una cosmovisión está conforme a la ley objetiva, pero no tiene por qué ser así en todos los casos. Si cambia la forma en la que se educa a los niños, porque se cree que la nueva será mejor a la hora de proporcionarle los objetivos de aprendizaje, civilización y desarrollo, habrá de cambiar también la opinión sobre la moralidad de los viejos métodos. Pero intentar concretar cuál de los dos es, no más adecuado, sino moralmente más correcto si quienes lo practican consideran que alcanzará por igual el mismo objetivo, es, en palabras de Chesterton, como querer saber si es mayor la gordura de un cerdo o el puritanismo de Milton. No se ha producido un progreso moral, sino un cambio en los objetivos que implica cambiar el método o un cambio en el método para la mejor consecución de un objetivo. En cuestiones técnicas el avance es técnico, y en cuestiones normativas, el cambio no tiene por qué ser un avance o retroceso.

Un último ejemplo de este cambio sustancial es la polémica a propósito de las ideas sobre la revolución sexual de las iglesias cristianas. Se cree muy erróneamente que existe un progreso moral cuando se pasa de condenar la homosexualidad como pecado a abrazarla como un ejercicio de libertad. Lo que ha cambiado es una opinión metafísica indemostrable, no el razonamiento sobre lo correcto. Si el Dios de la Biblia existe, y en consecuencia la Biblia no dice más que verdades, entonces es perfectamente natural y adecuado obedecer incluso sus puntos más polémicos, porque se toman como la palabra insoslayable e imbatible de la entidad suprema. Su idea del amor entre los hombres, como cualquier otra de sus ideas, ha de ser necesariamente correcta. Y está claro que razonar de la siguiente manera: la Biblia no puede ser infalible por cuanto contiene cuestiones normativas sexuales que no comparto, muestra tal idiotez o deshonestidad que no podemos acoger a su emisor como compañero de viaje en ningún asunto filosófico. No es más que cuando negamos, al menos parcialmente, la autoridad o la interpretación de las escrituras (es decir, cuando dejamos de creer que la ética sexual de la iglesia es un mandato divino) que se abre paso la libertad y tolerancia total al respecto. ¿Dónde está el avance moral aquí? Lo más que podría decirse es que se ha producido un avance en exégesis (que no parece en absoluto el caso) o en metafísica, de tal forma que se ha demostrado la inexistencia de ese Dios (tampoco parece el caso). Sea como sea, si acaso se hubiera producido un avance, sería técnico y no moral. Si por el contrario entendemos que la secularización de la sociedad no responde a un avance en metafísica (lo que es del todo razonable en tanto esta no es una disciplina precisamente entrenada por el gran público), sino a un cambio de opinión o de superstición no amparado en la razón, entonces no se ha producido un avance en absolutamente nada. La revolución sexual habría sido un avance de haberse producido en virtud de la razón y no de nuevos dogmas; en este caso ha sido un mero cambio de carril que necesita de un discurso progresista para legitimarse ad hoc.

La última vía es la que más me interesa, sobre la que fundamento que sí podemos decir en ciertos casos que existe progreso moral y que va de la mano con las tesis desarrolladas en las cuestiones anteriores: a través de la razón y la experiencia, sobre todo la primera, es posible cambiar ciertas ideas y comportamientos para adecuarlos más a lo que se considera correcto, sin que esta idea de lo correcto haya cambiado durante la transición. He aquí el progreso moral.

Siguiendo con las conductas religiosas, se ha producido un gran avance cuando ha dejado de razonarse en favor de la persecución penal frente a ciertos vicios por su condición de pecado. La cuestión es esta: que castigar penalmente una conducta por el solo hecho de ser pecaminosa implica la prisión para todos los hombres en la Tierra, por cuanto todos son pecadores. Una réplica paralógica a esto sería defender que, entonces, ningún pecado ha de perseguirse; pero esto debe ser matizado como que ningún pecado ha de perseguirse por su sola condición de pecado. Ha de buscarse una justificación universal que permita discernir el pecado del delito y, según la tesis que presento, es esta: ha de perseguirse aquello que por sí solo atente contra la convivencia pacífica de los hombres; y digo que debe hacerlo por sí solo para evitar que sea la mojigatería o los excesivos escrúpulos de los vecinos quienes tengan tanto poder sobre otro individuo, porque entonces serán ellos quienes impidan la convivencia, y la cuestión ya no será penal sino urbana, es decir, que las partes no pueden vivir en la misma comunidad.

Un último caso a tratar es la esclavitud en América. Escojo este caso en específico porque en realidad sí existen ciertos argumentos, aunque discutibles, para justificar la esclavitud entre lo antiguos. Esto escribía John Locke:

Pero hay otra clase de siervos a los que damos el nombre particular de esclavos. Estos, al haber sido capturados en una guerra justa, están por derecho de naturaleza sometidos al dominio absoluto y arbitrario de sus amos. Como digo, estos hombres, habiendo renunciado a sus vidas y, junto con ellas, a sus libertades; y habiendo perdido sus posesiones al pasar a un estado de esclavitud que no los capacita para tener propiedad alguna, no pueden ser considerados como parte de la sociedad civil del país, cuyo fin principal es la preservación de la propiedad.

Insisto en que habría muchas cuestiones discutibles aquí, principalmente si esto justifica la herencia de ese estado de servidumbre a los hijos inocentes de los esclavos, pero no me interesa en absoluto la cuestión de la servidumbre clásica ahora. Una cosa que me llamó mucho la atención leyendo Los artículos federalistas de algunos de los padres fundadores fue que, siendo tan sutiles en teoría política, se volvieran absolutamente patosos, o al menos mostraran cuán patosa era su sociedad, respecto de la esclavitud. Escribe James Madison:

Pero la aceptación de las cifras relativas a la proporcionalidad de la representación y de la inclusión de los esclavos con los ciudadanos libres en la ratio de imposición, ¿nos lleva a que deban ser incluidos en la fórmula numérica para calcular el número de representantes? Los esclavos se consideran como propiedad, no como personas, por lo que deberían ser incluidos en estimaciones impositivas relacionadas con la propiedad y excluidas de la representación que se calcula por el centro de personas.

Sobre los hermanos del sur dice lo siguiente:

La disputa sobre su inclusión en el cómputo numérico solo surge cuando se utiliza la excusa de que las leyes les han transformado en objetos de propiedad. Si la legislación les reconociera los derechos de los que se les ha privado, no se podría negar su inclusión en una representación equitativa con los demás habitantes.

Luego, en esos mismos años, se escribía en la Constitución, que nuestro autor defendía fuertemente, que:

Tenemos las siguientes verdades por evidentes en sí mismas: que todos los hombres son creados iguales; que su creador les ha otorgado derechos inherentes e inalienables; que entre éstos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad; que para garantizar estos derechos se instituyen entre los hombres gobiernos cuyos poderes legítimos emanan del consentimiento de los gobernados; que cuando una forma cualquiera de gobierno pone en peligro sus fines, el pueblo tiene derecho a alterarla o abolirla y a instituir un nuevo gobierno, fundamentándolo en los principios, y organizando sus poderes en la forma, que a su juicio le ofrezca más posibilidades de alcanzar su seguridad y felicidad.

Dadas estas bases, y teniendo en cuenta que los negros de África no se encontraban en absoluto en la condición que establece Locke para justificar la pérdida de derechos, la supresión de la esclavitud era una necesidad lógica, y el inicio del comercio negrero contra el que solo se luchó moderadamente emborronará por siempre la historia del país; porque fue la necesidad económica, política y nacionalista la que cegó a varias generaciones ante lo evidente. No era una cuestión de raza, porque entonces bajo ningún concepto podrían haber aceptado que un negro pasara a ser libre y, por tanto, no pudiera ser esclavizado de nuevo por el primero vecino que lo encontrase. No existía vacío científico en el que se pudieran amparar para no considerar a los negros importados como personas, ni tesis conservadora que les permitiera la inacción frente a aquello en nombre de las costumbres porque, para empezar, si nos atenemos a la inacción y las costumbres, no debían haberse independizado.

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