Capítulo I: Cuestiones generales
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Capítulo II: La corrupción de los hombres en democracia
Como sociedad moderna occidental, el actor principal de toda teoría de sistemas políticos es la democracia. Venerada entre nuestros contemporáneos, parece ser el santo grial de nuestra civilización, la cúspide del entendimiento político y la puerta a cuantas bienaventuranzas pueda recibir una comunidad. Un sistema tan extraño en la historia se toma por natural e incuestionable, y quienes se adaptan a otros regímenes pasan por poco menos que criminales. Este monopolio nos hace olvidar las muy sutiles críticas y matices que recibía el sistema cuando aún se estaba expandiendo en los siglos XVIII y XIX; preocupaciones que en muchos casos se han hecho augurios, y que hoy parecen menos que reverberaciones de ancianos seniles que no saben apreciar un sistema que, con sus pequeñas imperfecciones, nos ha dado tantos parabienes.
Pero gran parte de la democracia es fachada, y hay cuestiones gravísimas que no pasan por problemáticas por el mero motivo de que la sociedad, adormilada en la opulencia, las ha querido pasar por alto. Pero vayamos por orden: un problema sustancial de la idea de democracia es verla como un fin en sí mismo. Un concepto republicano de no dominación que confunde los fines con los medios y quiere engastar a una sociedad de individuos la satisfacción per sé de la participación. No importa el resultado electoral —dicen—; al fin y al cabo, es lo que ha escogido la mayoría. Sabias ellas, las masas sabrán lo que hacen, y si el magistrado nos perjudica, nos lo habremos buscado. Nuestra participación sella nuestro sino y nos hace responsables de lo que ocurra, aunque sea contrario a nuestras esperanzas. Ya somos libres por haber tenido la opción de elegir, aunque fuera en una diezmillonésima parte. Es tan ridículo creerse libre por esto que no me voy a parar a refutarlo. Las masas no son sabias, ni mi abstención ni mi participación me hacen responsable del magistrado ni justifican su poder sobre mí, ni un gobierno democrático va a ser más virtuoso, ni soy responsable de lo que hayan elegido mis compatriotas en ninguna manera, ni los hombres se hacen más ilustres con su poder de voto, ni las masas tienen tanto celo de su libertad y tanto amor por el prójimo como para que la tiranía de la mayoría sea una superchería. La democracia no es buena per sé, habrá que analizarla según sus resultados; la legislación y los magistrados no son más legítimos porque hayan sido parcialmente elegidos por una masa de gente que no conozco en absoluto ni tiene una autoridad consagrada y legítima sobre mí.
La democracia fue acogida como la solución a los vicios del poder. Se pretendía que presentara una estirpe de políticos deseables; prometía mecanismos para limitar al Estado en sus casillas; decía garantizar la paz y la estabilidad social, a la par que mejorar la virtud de los ciudadanos por medio de su implicación en el debate público. El tiempo ha refutado la mayor parte de estos mitos (salvando, quizás, la paz), porque las mil formas que puedan surgir de elección de dirigentes no cambia la naturaleza infame de los mismos. Pero se descubre ahora, cuando el Estado está desatado y las relaciones entre este y los ciudadanos se naturalizan, y en tanto las interacciones entre los ciudadanos alcanzan grados inimaginables que potencian y permiten un papel, al menos en apariencia, más activo en la agenda legal; se descubre, digo, que el modelo que ha permitido esta aparente amistad entre el individuo y el Estado, a saber, la democracia, promueve una estirpe de ciudadanos que sin darse ni siquiera cuenta se vuelven enemigos los unos de los otros y contienen en sí un espíritu de barbarie que es imprescindible para el crecimiento del Estado usurpador. Una corrupción que, en cierto sentido, ya denunciaba Platón.
En ese aparente ejercicio de control del poder que llamamos elecciones, el ciudadano medio, en lugar de rastrear con su vecino cuál será el candidato menos peligroso para defender su nominación, conspira con el político contra su vecino en unas elecciones apasionadas. Se abandera no sólo de la ideología en abstracto que representa supuestamente el partido, sino que se integra orgánicamente en él. Su implicación con el candidato es tal que se ve obligado a responder por la historia infame del partido, por los errores de los anteriores candidatos, los deslices del nuevo, sus incoherencias en temas que quizá a él no le interesen y hasta su simpatía; todas estas cuestiones que el votante podría haber ignorado, por cuanto su elección de candidatos ha sido mucho más simple que todo eso. Aún así, por su orgullo y una suerte de inercia, participa en las discusiones en que todos los demás participan sobre cuestiones que todos ellos ignoran, por tomar como simples cuestiones complejas como la historia de la gestión económica y la política exterior; y no obtiene con esto más que vanidades y enemistades, de tal modo que cuanto más interiorice su postura arbitraria en estos temas, mayor será su lejanía con el vecino que no las comparta y, en consecuencia, mayor estima sentirá por el político que las defienda. El orgullo arruina la democracia. No sé si sería un sistema apropiado para los dioses, pero el hombre caído canaliza su iniquidad hacia la ruina de la democracia. ¿Y cómo vamos a pedir que el ciudadano tenga por deber cívico controlar las acciones y el poder de su amigo? No se me ocurre ningún sistema que presente mayor disparidad entre lo que prometía y lo que ofrece a este respecto. Porque si lo que se nos va a dar es un estado de guerra entre semejantes, en poco se diferencia aquí la democracia de las tiranías entusiastas.
Entiendo que no es agradable ver en ejercicio actividades que a uno le parezcan inmorales, o que se prohíban cosas que uno entiende que no hacían daño a nadie. Pero ¿acaso no se ha estado participando de ese juego? He aquí sus resultados. En la democracia el hombre medio busca esquivar posibles limitaciones a sus actividades, pero sin perjuicio de tratar a sus vecinos como niños que deben ser guiados por la sabiduría de esta gente tan ilustre. El sistema es tan sofisticado que el hombre se hace hipócrita sin darse remota cuenta.
Este entusiasmo con que muchos acogen la cosa pública por inercia les hace reflejar esa implicación en los demás. El hecho de que para él la posición política sea algo capital hace que la posición del prójimo cobre protagonismo, aunque aquel no le dé mucha importancia. Si alguien tiene una postura tan heterodoxa que no se ve representada en el debate público, los que sí están integrados en ese debate lo verán como enemigo, porque todo lo que dice supone una crítica al sistema, del que, ora unos, ora los otros, todos forman parte. No se da pie a la crítica en las posturas del sistema, y la prueba es esta: que si uno critica cualquier medida gubernamental, se presumirá automáticamente que el tal crítico es simpatizante de la oposición, y participa en la famosa conspiración contra la postura verdadera. Si este heterodoxo critica acertadamente al gobierno, no es en absoluto posible que simpatice en lo más mínimo con ese gobierno y le haya traicionado, ni que esté dispuesto a criticar con igual o mayor vehemencia a la oposición cuando llegue su momento. Por tanto, lo más inteligente es responsabilizarle de los vicios de la oposición para que, hasta que no se haga cargo de ellos, esté deslegitimado a criticar las virtudes del poder. He aquí la ilustración que iban a alcanzar los ciudadanos por participar en la política.
Aún se agrava más la situación. Es cierto que los vicios del próximo asunto, como, hasta cierto punto, los de los anteriores, no pueden achacarse en exclusiva a la democracia. Pero basta con estas dos realidades, a saber: que la democracia fomenta estos vicios por sus características y por promover el crecimiento del Estado, y que precisamente los demócratas se han encerrado en sus propias pretensiones de perfección por defender que su modelo aún tendría ventajas en virtuosismo. Lo que ocurre ahora es que ha logrado sistematizarse la red de ayudas del Estado a los distintos colectivos vulnerables y, aunque no voy a decir con esta crítica que necesariamente deban ser eliminados, defenderé que provocan lo contrario de lo que se abanderan en lo moral.
Una vez que se ha institucionalizado el cuidado estatal de este tipo de personas, la sociedad civil abandona sus funciones naturales al respecto, y deja en manos de los burócratas la distribución de sus impuestos y el consiguiente beneficio que debería alcanzar a todos estos. Escribe Agustín de Hipona que ninguna persona que obra contra su voluntad obra bien, aun cuando sea bueno lo que hace. Pero yo digo que no es necesaria la oposición taxativa para corromper la bondad de esto. Así como, según el cronista, David dijo a Ornán: no tomaré para Jehová lo que es tuyo, ni sacrificaré holocausto que nada me cueste. Cuando uno agrega sus aportaciones con las de millones de personas, de tal manera se diluye su participación que le es indiferente el destino de su dinero, y sólo le importa el agregado, como es lógico. Así, una partida de miles o millones de euros que el Estado gaste en cuestiones de caridad no suponen en absoluto un esfuerzo económico del ciudadano común, y la única virtud que tiene a su alcance respecto a ese dinero es el coste de oportunidad, esto es apoyar que se renuncie a un determinado proyecto en el que él estuviese interesado para destinar ese dinero a la caridad. Pero no vemos que estos sean movimientos comunes en el Estado. Uno entrega el dinero que se le exige, y con él puede verse libre de sus responsabilidades civiles. El Estado ya se ocupará con mi dinero (en estos casos una suma y un esfuerzo ridículos) de cuidar de los huérfanos, las viudas, los minusválidos y aquellos que hayan caído en desgracia. Pero he aquí que cualquier esfuerzo que uno haga libremente y suponga una verdadera ayuda para aquel a quien la destine es de una virtud mucho mayor que la de la división del trabajo social, bajo la que uno se desentiende de todas estas cuestiones. No habrá de ser el individuo el que te ayude, sino que habrás de pedir una ayuda con la que tu amigo cargue al resto de la sociedad tus necesidades y reduzca su aportación a una nimiedad.
Pero existe un vicio más grave que todos los anteriores. Es el más extendido de cuantos hemos tratado, el más descarado y, por tanto, el que más ceguera ha demostrado en la práctica de infamias por parte de la ciudadanía. Este es el sistema de despojo, en virtud del cual se administran todos los recursos individuales en nombre del bien común, al que Bastiat se refería como lo que sucede cuando una porción de riqueza pasa del que la ha adquirido al que no la ha creado, sin consentimiento de aquél y sin que perciba compensación alguna, ya se verifique este acto por medio de la fuerza, ya por medio del ardid, digo que encierra un ataque a la propiedad, un despojo; y digo también que esto es precisamente lo que la Ley debería impedir siempre. Y si la Ley verifica por sí aquello mismo que debería impedir, no deja de ser un despojo, y, socialmente hablando, lo es con circunstancias agravantes. Solo en este caso el responsable no es el que del despojo se lucra, sino la Ley, el legislador, la sociedad; y en esto consiste el mayor peligro político. La propiedad económica más inmediata que tiene un ciudadano es su salario. Esta no depende de herencias, ni de viejos intereses. No es que sea una forma más virtuosa de enriquecerse, sino que digo que es la más apegada al hombre por depender del uso de su cuerpo. Bien, pues más o menos la mitad de este salario, en las liberales democracias de occidente de hoy día, son usurpados por el Estado para integrarlos en la burocracia. Lo que vamos a ver ahora constituye al menos la mitad de los movimientos económicos de un país de estos.
El dinero que administran los burócratas, basado en la suma de elección de los políticos en mayoría más tradición, es decir, los presupuestos anteriores cuya gran reforma supondría toda una revolución en el Estado y un quebradero de cabeza; ese dinero, digo, lo reciben vía impuestos por ciudadanos que, como ha de ser, buscan pagar lo menos posible. Luego esos mismos ciudadanos, por lo general, reclaman cuantas dádivas pueden al Estado. Así, la burocracia organiza la millonada que administra y la reparte entre colectivos vulnerables, grupos organizados que han logrado hallar dónde rapiñar, actividades de interés general, como la educación, que en realidad benefician mucho más a unos grupos concretos (las familias jóvenes) que al resto; otro monto se mueve de acuerdo a maniobras de ingeniería social del Estado, que si busca fomentar el transporte público quitará dinero en agregado a quienes no lo usan para dárselo a los que sí, o que si quiere promover ciertas actividades llamadas culturales extraerá una parte del fruto del esfuerzo de la gente para regalárselo a este otro colectivo. ¡Y todo esto se hace en nombre de la mayoría y del interés general! Dar lo menos posible para recibir lo más. Porque el dinero pertenece al hombre por derecho y en consecuencia no se nos ha de quitar, no obstante que el dinero del vecino, por alguna razón insondable, ha perdido su propiedad y ahora comparte la colectividad del dinero con el del resto de ciudadanos. Agregado del cual cualquiera puede coger cuanto quiera si tiene el beneplácito del poder, integrado normalmente por lo peor de la sociedad, porque así lo ha querido la mayoría. La economía se ha convertido, por la administración del Estado, en un juego de suma cero. Y la ciudadanía acepta participar en ese juego a sabiendas de que las transferencias que exigen serán extraídas de otros ciudadanos, y que no puede ser de otra manera. Cuando los pensionistas públicos exigen un aumento de su paga están atacando al futuro de las generaciones activas, porque es de ellos de donde sale la renta. Pero esto no importa, porque tu propiedad, que no es más que el fruto de tu trabajo o de tu suerte, en consecuencia, es una dádiva de la mayoría. Y como el amor por el prójimo se convierte en una superchería, el hombre no tiene absolutamente ninguna reserva moral a la hora de recibir lo que no es suyo. He aquí la corrupción más grave del hombre democrático: intentar quedarse con lo que le pertenece a él y con lo que pertenece a los demás. Es el colmo de su arrogancia y su pretensión de virtud, de su astucia y su justicia, su ilustración y su liberalidad. Y si no se hiciera en virtud de la mayoría, quedaría al descubierto su falacia a la hora de justificarlo. La democracia logra vestir de justicia los actos más innobles, y por eso merece tanto recelo. Al ciudadano no le importa en absoluto que esa nueva dádiva que le va a beneficiar vaya a ser pagada por quien no le encuentre provecho, o por sus hijos, o por sus nietos. No le importa en absoluto porque está corrupto de egoísmo; de egoísmo y de democracia.
Los vicios de la democracia son muchos, y sería baladí limitarse a mascullar una idea ya entendida. Lo que importa es que la democracia no es la panacea, y para consagrarse como el modelo “menos malo” habrá que descartar todo el resto de opciones. Este pseudopragmatismo de corte más bien idealista da a priori un título que sólo puede obtenerse con el descarte. En fin, que la democracia es un proyecto tan grande que, sobresalido del parlamento y habiendo alcanzado a toda la sociedad, cuenta con una innumerable cantidad de vicios que nos permitirían cubrir una enciclopedia, y tan graves son tales vicios que la única explicación que encuentro para que apenas sean tratados en la teoría política es que han conocido la costumbre, que amista la peor de las atrocidades con el individuo más inocente. Pero no obstante todo lo anterior, aunque la democracia siembre la enemistad y el despojo entre los hombres, a pesar de corromper sus virtudes y ablandarlos, aunque lleve la mediocridad a posiciones de autoridad, aunque convierta las altas esferas en un parque infantil, a pesar de ser un modelo muchas veces con similares cotas de opresión a la de los adversarios frente a los que se presenta como adalid de la libertad, no podemos descartarla sin más, porque alegaciones igual de fundamentadas y de similar importancia se pueden hacer a los sistemas alternativos. Por cuanto el hombre ha caído y vive en una corrupción irresoluble en este mundo, habrá que aferrarse a la opción que se considere más virtuosa simplemente de acuerdo a sus menores inconvenientes. Por esto, en primer lugar, hay que buscar el lugar de la democracia o, como será más adecuado llamarla a partir de ahora en lo que nos atañe, demarquía (como acuñó Hayek), en un sistema agradable. No será (la democracia) la protagonista de alguna merecida oda a la ilustración, pero sería muy aventurado desecharla a los museos como una niñería propia de los tiempos en que los hombres se creyeron dioses.
Capítulo III: La coacción insoslayable y el papel de la democracia
Continuará…