Compartir
Share on twitter
Share on facebook
Share on whatsapp

EL DOGMA DE LA LIBERTAD: ¿Hay alternativa a la democracia? Cap. 1

Capítulo I: Cuestiones generales

Desde que el único tiene noción de sí mismo ha estado en intermitente conflicto con la sociedad que lo rodea, la cual orbita entre la toma de un papel protector de la individualidad de sus miembros y la reconfiguración de sí misma como un único aparte; un único que agregue a todos y por la coordinación de todos actúe, que aplaste aquella célula que haga dejación de las funciones que se le hayan encomendado de manera, muchas veces, arbitraria por voluntad de un supuesto sino, y avance hacia la consecución de sus grandes objetivos: la homogenización de sí misma y su superioridad frente a sus hermanas. Bien cierto es que existe una larga historia de ambas formas de sociedad; que hay civilizaciones que aún bailan entre sus dos naturalezas, y otras que no han conocido más que una marabunta. Lo que no se ha visto hasta hoy es una sociedad que funcione permanentemente con arreglo fiel a estas máximas: respeto irrestricto por la propiedad del individuo, compromiso con la espontaneidad social, fidelidad a los principios morales que perpetúen estas ideas, y comprensión de la importancia y el alcance del concepto de responsabilidad individual. He aquí el contrato social anglosajón. Lástima que una idea tan ilustre, a la par que mitológica, nunca haya sido de veras generalizada y jamás haya existido una mayoría honesta consolidada capaz de hacerla cumplir sin tapujos. Respecto de lo que justifica la libertad como un bien, no me quiero explayar. No es materia de este razonamiento, y suficiente me parece que sea deseada por todos los hombres en su plenitud, aunque algunos de estos hombres desarrollen argucias sutilísimas contra la libertad, casualmente, de otros hombres.

Si tal es la amenaza, quizás la sociedad sea mucho más un problema que una solución. Tal vez debería buscar cada uno su Walden particular y desarrollarse en el humanismo para lograr sobrevivir. Pero esta solución es harto precipitada, cualquiera puede ver su imposibilidad y parece claro que se está perdiendo mucho para ganar poco. El individuo necesita de otros para su plenitud, para alcanzar el conocimiento de Dios y, para empezar, para poder ser él mismo un único. El individuo no siempre tuvo noción de sí mismo; fue la sociedad moderna quien se la dio (no su dignidad como individuo, sino la consciencia generalizada en una comunidad de que cada persona es un individuo de plenos derechos), aunque, arrepentida, parezca querer matizar su dádiva. Sólo en casos extremos las ventajas de suprimir la sociedad superarán los inconvenientes. Por tanto, hemos de conseguir una convivencia lo más satisfactoria posible, para disfrutar de los bienes de la vida en común sin perjuicio de nuestra identidad. Este es un conflicto fácilmente resoluble para la mayoría; para aquellos que, precisamente, con sus buenas intenciones, constituyen un riesgo constante para su prójimo; los que tienen en mente algo más noble que el individuo, como, por ejemplo, la seguridad económica. Pero la cuestión se hace más compleja para cierta minoría, para aquellos que tienen noción de sí mismos y, sobre todo, saben que los demás, al menos algunos, también la tienen y, en consecuencia, no está en sus planes aplastar sistemáticamente a nadie en virtud del ejercicio de alguna preferencia caprichosa. Estos no quieren entrar en el juego de imposiciones, ni participar en una batalla de trincheras en su vecindario, maldecir a quien no conocen ni fastidiar a quien ha tenido una fortuna distinta a la suya. Estos, por no querer ser verdugos, son los más libres de las vanidades con que una sociedad viciosa quiere conjurarlos contra sus iguales, no obstante que esta libertad de conciencia les dispone en servidumbre frente a quienes no han osado ser tan corteses. Este individuo, igualmente pecador pero sin sumar a sus vicios naturales los de la era del Estado posmoderno, es el primero en la lista de los magistrados.

Tal aprieto es el que ha motivado a algunas de las mentes más ilustres a lo largo de la historia moderna a buscar el lugar del individuo en la sociedad, el mantenimiento de su espacio sin perjuicio de la convivencia con sus semejantes. Tal conciliación hubiera sido harto sencilla en las sociedades más pequeñas de antaño, que hoy están cercanas a la extinción en nuestra civilización, si estas hubieran acostumbrado a ser más tolerantes. Pero no es cuestión de lamentarse por esto ahora; hemos aprendido la tolerancia, devuélvannos la vieja sociedad. No parece haber lugar en que el hombre pueda ser a la vez libre y pleno aparte de en un pequeño pueblo. Pero ocurre que para constituir cualquier sociedad, por pequeña que sea (en tanto sea lo bastante grande para ser satisfactoria), necesita de otros. Encuéntrese a mil, dos mil o diez mil hombres dispuestos a convivir, y luego examínese si acaso esa estirpe está libre de los vicios de la vieja sociedad o de las vanidades de la ciudad. He aquí la decepción. Parece que, sea en pueblo o en ciudad, hay que instituir una autoridad política que mantenga la paz y la seguridad sin sobrepasar sus funciones. Tal ha sido la tarea especulativa de los republicanos, al menos, desde el renacimiento. Pero no parecen poder escapar a sus vicios.

Los republicanos se jactan de sus conocimientos de arquitectura. Se ven a sí mismos como los perfectos diseñadores del andamiaje más sofisticado para el mantenimiento de la libertad en el Estado. A través de finas sutilezas pretenden domar al leviatán y someterle amablemente al interés de la ciudadanía en conjunto, sin perjuicio de los derechos individuales. Pero eran solo unos pocos los que estaban dispuestos a estimar de veras la libertad individual; la mayoría se conformaban con un soberano nacional con algo de ilustración. No obstante, aún los primeros quedaron cegados por sus ambiciones. Queriendo abarcar demasiado, dieron a la república tantas ocupaciones que se perdieron en el camino. La libertad del individuo era importante, sí, pero también lo era su bienestar, su autorrealización y evitar su frustración al comparar su situación con la de sus vecinos. El resultado era una paradoja, pues, de intentar cumplir al unísono estos objetivos, el individuo habría de ser libre y siervo al mismo tiempo; pero no era esta una paradoja como la del reformador alemán, que se basaba en la comparativa entre la realidad material y espiritual del cristiano, sino más bien una paradoja sin posible síntesis. Las sendas de la república se habían separado tanto entre sí que ya no se reconocían unas a otras, y por pasarse de sutiles los caminos terminaron chocando. Había que elegir entre libertad y filantropía. Los republicanos escogieron lo segundo. Pero yo me pregunto: ¿no será acaso posible renunciar a sus ambiciones y tratar de asumir un solo punto de su ideario? ¿No podríamos preparar un andamiaje similar al suyo con el sólo objetivo de proteger a los individuos? Centrándose en menos tareas y más simples, quizás podríamos hacer algo funcional.

Lo que ahora me propongo es una vivisección de los poderes del Estado, hasta cierto punto original y desde luego obsesiva y ambiciosa. Lo que hay en juego en el diseño estatal es tan valioso que no cabe escatimar en precauciones, no obstante que el elemento de trabajo (el hombre) es de tal manera mutable que toda teoría es propensa a caer por su propio peso. Por eso, lo mejor será empezar por las bases para asentar en tierra firme nuestra estructura.

Capítulo II: La corrupción de los hombres en democracia

Continuará…

¿Hay alternativa a la democracia? Cap II

+5
0
Arce-Catacora-entre-la-estanflacion-los-presos-politicos-y-las-milicias-armadas.jpg
No fuimos Suiza
+2
nsplsh_1bed07beabd745bbbbda858444cebf26_mv2.webp
¿Debo comprar criptomoneda?
+6

Deja un comentario